martes, 17 de diciembre de 2013

La noche sin Luna

La noche sin Luna
Y como una de tantas noches, me situaba sobre mi lúgubre tejado, acariciando con las yemas de mis dedos las páginas de un añoso libro. Pero esta noche, algo era diferente. Sujeté con fuerza el candil que portaba para hacerme compañía en la noche, pero esa noche, mi ser anhelaba algo. Su luz tenue no acariciaba mi ser, no jugaba con mi pensamiento, su luz no me besaba como hacía todas las noches. Me sentí perdido, y me lamenté de no haber admirado durante el tiempo que pude su belleza. Estar aquí no tiene sentido, me dije, si el fulgor incandescente de la Luna no me acompaña en mis noches de miseria. Y entonces, blandiendo con fuerza el andrajoso tomo y el candelabro, me dispuse a bajar hacia mi casa. Mi hogar, fue heredado por mí hace escasos años, tras la defunción de una vieja tía a la que nunca conocí, y era una casa bastante grande y vieja, que según la leyenda antes era un psiquiátrico. Nunca me han gustado los espacios grandes, así que siempre me situaba o en mis habitaciones, o en la azotea. Pero esa noche la luna decidió no brindarme su compañía, y decidí vagar por mi no tan humilde morada. A decir verdad, estaba bastante sucio. Desde la muerte de mi amada, había decidido refutar al servicio, por lo que la señorita Juana llevaba bastante tiempo sin venir a limpiar. Al igual que mi aspecto físico, no estaba en sus mejores condiciones, por así decirlo. Ella también se encargaba de hacer la comida, y me alimenté de lo poco que pude preparar. Casi parecía un fantasma, vistiendo con la túnica negra que mi sol y estrellas me regaló tiempo atrás, acompañado por una piel que portan los que como yo llevaban mucho tiempo viviendo en la oscuridad. Los pocos dientes que me quedaban, eran de un color amarillento y descuidado, y a decir verdad, mi pelo canoso y largo no ayudaba a mi figura a parecer menos fantasmagórica.

Tras un buen rato caminando a ciegas, decidí sentarme en el patio trasero de la casa. En ese lugar, me arrodillé frente a mi amada y le juré amor eterno, mientras le ofrecía una
sortija que ahora yacía situada sobre la mesa del patio, recubierta con una capa de hollín. Me senté en una de las sillas, para dirigir mi mirada ya cansada de vivir a las estrellas. Cada una de estas, me recordaba a mi estimada, aunque ninguna tenía ni punto de comparación. Ella era la misma Luna, siempre imponente, y siempre expectante. Las demás solo eran burdas imitaciones. Tiempo después, cuando ya me cansé de observar el cielo nocturno, volví a dirigir la mirada hacia la sortija. Juraría que se había movido. Y entonces, escuché esa voz. Una voz impactante, impenetrable, que parecía hablar sin esperar que nadie le escuchara aunque se refiriera a mi, una voz monótona y casi ininteligible, una voz que vibraba en mi ser y producía eco en mi mente:
- ¿Quién es? -profirió la voz, que tras hacer una breve pausa, prosiguió- ¿qué haces tu aquí?
Mi ser se estremeció, y un viento frío recorrió cada uno de mis músculos. De pronto sentí un aroma conocido, el aroma de una tarta de... ¿mora, quizá?. Alcé la vista, y observé algo cambiado en el ambiente. La mesa estaba decorada con un mantel, y en lugar del anillo, había una cajita que me resultaba familiar. Abrí la cajita, buscando en su interior el anillo, pero dentro, solo había una foto. Mi mente empezó a merodear por lugares que creía que ya yacían olvidados, y por mucho que lo intenté no reconocí a esa pareja de enamorados. El, un hombre apuesto de pelo negro y ancho de hombros, besando a una mujer con la piel pálida y de pelo rubio platino. El hombre vestía un traje acompañado por una corbata, y la mujer portaba un vestido azul, unos pendientes diamantinos y... un anillo... casualmente muy parecido al que hasta hace poco yacía sobre la mesa... Poco después escuché un crujido de ropas que se desgarraban rompiendo el silencio nocturno, empecé a estremecerme casi sin querer, escuché a mis propios dientes chirriar, y en la lejanía, escuché llantos. Llantos de un viejo, que no podía vivir sin aquello que perdió tiempo atrás.

Y entonces, lo entendí. Yo, no más que un recuerdo que añoraba lo vivido, un ser inerte, un ser fantasmagórico, un simple recuerdo, una simple foto, que enloqueció tras la perdida de Luna, mi malaventurada amada. Y ahora, condenado a vagar sin rumbo por esa casa, buscando un último beso, un último aliento, una última caricia que ya no podía recibir. Quizá, si te acercas a mi morada en el momento en el que los muertos se levanten y la luna huye, escuches mi llanto. No te lo recomiendo.

“Todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.”

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